Te la has visto con la pólvora. Has soñado que este día llegaría y no con delicadeza me lo has manifestado. Vienes a mí, con esa expresión que contiene antónimos, esa expresión de alegría pero de pesar al mismo tiempo, y no me tomas las manos ni te acercas con ánimo de consuelo o de aprecio. Te quedas varado frente a mí para darme la noticia.
Intento imitar tu actitud impávida para no develarme como la única que expresa los sentimientos y quedar en ridículo. Pero es en vano. Una lágrima de plomo recorre mi mejilla, y las comisuras de mis labios tiemblan constantemente. No entiendo por qué has de guardar silencio cuando te he preguntado si podía ir contigo, no sé por qué has perpetuado esa mirada congelada, vacía. Pero lo que jamás comprenderé es la razón de tu respuesta negativa, y la ausencia de razones, en definitiva.
Ante el tronante silencio, decidí no hacer más preguntas inútiles, pues el silencio continuaría cada vez más frío.
Te fuiste al Medio Oriente con nada más que una mochila pequeña, mientras yo me proponía seguirte el rastro indefinidamente y aunque fuera imposible, tan sólo con tener noticias tuyas y cuidarte a la distancia. Al principio, sólo descubrí que cada cierto se comunicaban enviando correos en distintas direcciones y en distintos idiomas. Muchas veces eran direcciones que pertenecían a una persona común y corriente, pero de alguna forma los mensajes eran invisibles para su dueño. Gracias a mis vagos conocimientos de informática había conseguido localizar tu paradero, y cuántos más te acompañaban. Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba y no habían señales de ti, como habrías prometido antes de irte, no me costó largo tiempo decidir que viajaría hasta encontrarte. Mientras tanto, mi círculo cercano se iba enterando poco a poco de que mi pareja me había abandonado y que yo estaba terriblemente deprimida. Después se enteró mi círculo lejano, e incluso aquellos que no están dentro del círculo. Los hombres que había amado hace mucho y que me habían abandonado volvieron campantes haciendo promesas de amor y dedicándome todos aquellos versos de elogio que tú ni te molestabas en pensar. Les cerré las puertas, por oportunistas, por tomarme poco en serio, y porque mi amor sólo iba dirigido a tu persona.
Sólo recuerdo haber llegado a una región casi desértica, bañada únicamente por la luz del sol y recorrida por sus habitantes, mujeres de alta voz y largos atuendos, hombres delgados y fuertes y niños inquietos y hambrientos. Comencé mi travesía por los mercados hasta llegar a la frontera del país, donde era vez primera que me encontraba con una especie de bosque inmortal, de esos que sus árboles permanecen iguales muchos años, y donde la tierra en que se erigían era roja y gruesa, como la sangre que ahí se derramaba. Pensé en ti.
Avancé con paso firme adentrándome en aquél paisaje viejo y seco, mientras caía la noche sobre mis hombros y comenzaba a escuchar extraños estruendos en la lejanía. Seguramente había estado cerca de mi objetivo, pero decidí guardar reposo en seguridad propia, al ser ajena a las operaciones que allí se desplegaban. La mañana no tardó en llegar, desayuné algunos insectos que saludaban al sol y reanudé mi marcha.
En total, mi viaje se extendió a los 200 kilómetros recorridos a pie, que me costaron varias heridas propinadas por animales salvajes y también enfermedades de la noche, del viento y del frío. Pero estaba decidida a encontrarte, y comienzo a pensar en ti nuevamente, pero algo me interrumpe. Venían filas de hombres a lo lejos, marchando rápidamente y con la guardia baja. No corrí a esconderme, simplemente me quede ahí, y de todos los que me pasaron por el lado, uno se detuvo a hablarme. Casi el corazón se me detiene, cuando me lanzó una palabra en español. Me llevó al campamento de la cuadrilla, me dio abrigo y comida, me curó las heridas. Ahí fui testigo del entrenamiento en la guerrilla. Vi cómo un soldado dormía justo encima de una gran grieta en la tierra, sujetado únicamente por la cabeza y los pies, vi cómo los hombres volvían cada vez más delgados desde las profundidades del bosque aferrados al fusil, vi cómo las pobres raciones de comida iban empequeñeciéndose y tantos otros episodios que me marcaron el corazón. Pero también vi.... Que había mujeres. Y eran mujeres bellas. Mi compañero rehusaba explicarme la situación, diciéndome que ellas simplemente llegaban al campamento y no era posible expulsarlas por ser mujeres, tal como había llegado yo. Pero sí me reconoció, que muchas de ellas permanecían aquí por razones sentimentales, ya que mantenían relaciones con los guerrilleros y en tiempos de tensión, las mujeres estaban para aconsejar y satisfacer las necesidades de los hombres. Yo no quise seguir escuchando.
Nunca te vi rondando el campamento, y según lo que me contaba el compañero, todos tenían labores distintas que desempeñar. Probablemente tu labor era lejos de la base, quizás tu base se hallaba en el frente, o quizás nunca tuviste una base. Pero yo te esperé, y lo hice con la a esperanza de verte llegar libre y satisfecho con tu trabajo, esperaba verte herido para sanarte y esperaba verte cansado para acurrucarte. Aún no entendía cómo es que te conocían y no eran capaces de saber tu posición en aquél bosque, me molestaba de sobremanera el hecho de que aún no hicieras ningún intento por contactarme. Vi a muchos compañeros enviando señales a sus mujeres, haciendo cadenas de mensajes, viajando, escribiendo, etc. Claramente no era algo que se prohibiera en la guerra, pero debía hacerse con precaución, rapidez y con poca frecuencia. Tú no me habías enviado nada, sólo mantuviste ese silencio tuyo.
Hasta que por fin, te vi. Llegaste desde el río con la ropa rasgada, tostado por el sol y también la tierra. Cargabas tu fusil diligentemente, abrías los pasos con grandeza y... Llevabas de la mano a alguien.
Había visto antes ese pelo negro y largo, esas piernas morenas y brillantes, esos collares que se agitaban una noche que paseaba y en una de las carpas un hombre la poseía firmemente. Recuerdo haber pensado que la escena me resultaba muy familiar y aquél hombre me parecía más que familiar.
Llevabas de la mano a tu mujer de guerrilla, mucho mejor dotada que yo, extranjera y elegante. Entonces te nombré irreconocible, mientras te acercabas con ella, rodéandola con tus brazos dulcemente, como lo hacías conmigo. Me viste y te vi sorprendido, pero nunca la soltaste a ella. Es más, le dirigiste algunas palabras a mi compañero, me miraste nuevamente, con esa expresión que contiene antónimos, que mezcla la alegría y el pesar, y guardaste silencio absoluto. Te marchaste, ingrato. Cumpliste tu sueño lejos de mí, compartiste lo que me correspondía con otras personas, y te marchaste en silencio. Tu silencio guarda una nube venenosa en las entrañas. Tu silencio te hace un bloque de hielo, y me quemas, me quemas con tu frialdad y tu silencio recóndito.
Nunca podré describir lo mucho que me has destruido. Maldito seas.
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